Shurouq, trabajadora en Gaza:
"no soy una superheroína. Soy una mujer que perdió a su marido, a su pareja, su hogar".
Shurouq, de 31 años, forma parte de Save the Children en Gaza. Desde octubre de 2023, ha sido desplazada ocho veces tras perder a su marido en las primeras semanas del conflicto. En octubre de 2025, tuvo que abandonar su hogar en la ciudad de Gaza con Karmel, su hija de 3 años. En este relato nos cuenta el impacto que han tenido en ella y en su hija dos años de violencia incesante y los múltiples desplazamientos.
El 13 de septiembre de 2025 fue la octava vez que me vi obligada a desplazarme. Después de sobrevivir 21 meses de bombardeos implacables en la ciudad de Gaza con mi hija de 3 años, tomé la desgarradora decisión de huir al sur. Dejé atrás todo: la tumba de mi marido, los escombros de nuestra casa y la ciudad donde crecí, reí, amé y viví los mejores momentos de mi vida. Para muchos, el desplazamiento es solo una palabra. Pero aquí es una experiencia que te invade todo el cuerpo. No se trata de una maleta y un nuevo comienzo. Es fuego. Es miedo. Es huir con lo estrictamente necesario, si tienes la suerte de tenerlo.
Las cosas más simples, como la ropa de verano de mi hija, se convierten en tesoros irremplazables. Los mercados están vacíos. Las fronteras están cerradas. Y lo poco que hay disponible suele estar fuera de nuestro alcance: es demasiado escaso, demasiado caro o está demasiado lejos. Esta historia de desplazamiento y pérdida se repite una y otra vez en toda Gaza. Alrededor del 90 % de la población de Gaza, unos 1,9 millones de personas, se ha visto desplazada internamente, muchas de ellas, como yo, en múltiples ocasiones. Las últimas órdenes de desplazamiento de las autoridades israelíes reducen efectivamente a toda la población de Gaza a solo el 12 % de la franja: 45 kilómetros cuadrados. Tomar la decisión de huir es solo el principio.
A pesar de tener contactos, busqué durante semanas solo para encontrar un techo que nos protegiera. Todas las opciones estaban demasiado abarrotadas, demasiado dañadas o, simplemente, eran inasequibles. Ahora vivimos en una parte de Gaza que se ha visto desbordada por más de un millón de personas desplazadas, muchas más de las que se esperaba acoger. Las infraestructuras se están desmoronando. Hay pocas instalaciones sanitarias y se están propagando las infecciones respiratorias, la diarrea, las enfermedades de la piel y la meningitis. La búsqueda matutina del escaso agua potable que hay se ha convertido en algo tan habitual como respirar.
Yo era una persona a la que le encantaban las mañanas. Pero desde hace casi dos años, mis mañanas son pesadas, no están llenas de luz solar y paz, sino de escenas que me destrozan un poco más cada día. Paso junto a niños y niñas que duermen en las aceras, con la cabeza apoyada en almohadas junto a calles llenas de aguas residuales. Familias que no tienen nada, ni siquiera un trozo de tela que pueda servir de tienda de campaña, se sientan bajo el cielo abierto, esperando un milagro. Pero no hay ninguno.
La mayoría de estos niños, niñas y sus familias sufren hambre extrema; muchos han huido de la hambruna, solo para encontrarse con otra pesadilla. Empecé a trabajar con Save the Children como especialista en comunicación en agosto. Mi trabajo consiste en contar las historias de los niños y niñas que viven los horrores cotidianos de esta guerra y los esfuerzos incansables de sus padres y cuidadores por hacer todo lo posible para garantizar su supervivencia. Como humanitaria, intento ayudar a mi gente, ya que yo también soy una de ellos. Como resultado, mi responsabilidad va más allá de dar voz a los que no la tienen. Llevo conmigo las historias, las miradas, el dolor, las preguntas sin respuesta: "¿Qué se supone que debemos hacer ahora? ¿A dónde vamos ahora?".
Duermo en una habitación pequeña con otras cinco personas. Mi ropa todavía está en bolsas de plástico. Cada mañana paso 15 minutos buscando mis calcetines, pero aun así me siento afortunada. Esta vez no lo perdí todo. Aunque no se salvó ni uno solo de los juguetes que llenaban su gran habitación, no perdí la ropa de mi hija. Eso me hace sentir rica, de una forma un poco rara.
Quiero ser sincera: después de dos años, estoy cansada. No soy la mujer fuerte que el mundo adora alabar en los titulares. No soy una superheroína. Soy una mujer que perdió a su marido, a su pareja, su hogar, su pasado. Lo mataron en las dos primeras semanas.
Estábamos desayunando juntos cuando una intensa oleada de bombardeos intensivos cayó cerca de nosotros. Corrimos a la planta baja, yo le cogía de la mano con un brazo y a nuestra hija con el otro. En solo dos segundos, todo cambió. Pasó de estar a mi lado a ponerse delante de nosotras. Abrió los brazos y entonces el mundo se tiñó de gris y rojo. Su cuerpo se convirtió en nuestro escudo, protegiéndonos a mí y a nuestra hija en el acto de amor más desinteresado.
Al igual que los héroes de las películas, dio su vida para salvar la nuestra. Murió como un héroe, no en la ficción, sino en la realidad, protegiendo a su esposa y a su única hija. Nos dejó a los 31 años, antes de que supiéramos siquiera a qué nos enfrentábamos. Y no he tenido el espacio ni el tiempo para llorar su pérdida como es debido.
No quiero medallas. No quiero aplausos. Quiero un alto el fuego inmediato. Quiero el lujo de poder derrumbarme, de desmoronarme por un momento. Llorar. Gritar. Despedirme como es debido. Pero no hay tiempo para nada de eso. Cada día es una búsqueda desesperada de comida, de agua, de seguridad y de un pequeño pedazo de dignidad, mientras cada día hago todo lo posible por mi propia hija, al tiempo que doy voz al sufrimiento de otros innumerables niños y niñas en Gaza.
Y, sin embargo, incluso en medio del caos, los ojos de mi hija, iguales a los de su padre, me dan fuerzas para seguir adelante. Me recuerdan que seguimos aquí. Que seguimos sobreviviendo. Pero no estamos completos ni curados. Hemos llegado hasta aquí, pero solo físicamente. Mi hija es mi sostén de apoyo.
Sueño con un futuro para ella libre de guerras, hambrunas y pérdidas, un futuro en el que pueda vivir el tipo de infancia que, para muchos niños de aquí, solo existe en las pantallas. Perdió a su padre cuando solo tenía 11 meses. En ese momento, todavía le daba el pecho. Me rompe el corazón saber que crecerá sin recuerdos de él, sin siquiera recordar su rostro.
Eso es lo que me inspiró a unirme a Save the Children, a dedicarme a apoyar a los niños y niñas de toda Palestina, y especialmente aquí en Gaza, para que puedan recuperar su derecho a una infancia segura, digna y esperanzadora.