Efectos del paso de la DANA en Catarroja

EL RELATO EN PRIMERA PERSONA DE NUESTRO COMPAÑERO,
UN AÑO DESPUÉS DE LA DANA

Artículo escrito por Yohara Quilez, coordinador de Incidencia Social y Política Territorial que reside en Valencia.

La tarde del martes 29 de octubre de 2024 no llovía en el centro de València, pero las nubes bajas y grises cruzaban el cielo con velocidad. Un fuerte viento rompía las hojas de las palmeras. Volvía andando del trabajo a casa con cierta inquietud. Por indicaciones de la Universitat de València, a mi pareja le habían mandado a casa horas antes, por lo que decidió no coger el metro con mi hija de año y medio para ir a ver a mis suegros como tenían previsto. Por precaución. 

Mi cuñado, de Paiporta, vive fuera de España. Hace un año vino a pasar unos días con la familia aprovechando el puente de Todos los Santos. Ese día él sí que cogió el metro, el último que circuló en dirección a la capital, para cenar con unos amigos. Y en casa se quedó, porque no pudo volver. 

Al principio, cuando los vídeos de las lluvias empezaron a circular por las redes, la sensación era más de incredulidad que de alarma. Ni siquiera al ver un tornado arrasar un polígono. O un puente venirse abajo. 

Mi suegro, que vive en Paiporta, escribió un mensaje de Whatsapp diciendo que había un par de palmos de agua en la calle y que bajaba a sacar el coche del garaje. Como otros tantos. Intentó moverlo, pero la salida estaba ya bloqueada y tuvo que desistir. Con suerte, porque en pocos minutos esos palmos se convirtieron en metros. Pasó gran parte de la noche atrapado en el patio de un edificio junto a un grupo de vecinos. 

Hasta que al día siguiente no se publicaron las primeras cifras de personas fallecidas no fui consciente de la magnitud de la emergencia. Fui a nuestra oficina y comenzamos a llamar a las compañeras para saber si estaban sanas y salvas y nos convertimos de la noche a la mañana en un equipo de respuesta humanitaria. 

Nos volcamos en ayudar cómo fuera y en lo que fuera: tejiendo red de contactos, cubriendo necesidades, dando indicaciones logísticas, coordinando el caos… como hacía mi suegra desde aquella esquina en la que se pasó toda una mañana señalando a quien llegaba donde podía ir a ayudar. 

Siempre recordaré la farola rota que se balanceaba sobre el río de voluntarios que entraba en una Paiporta postapocalíptica cubierta de barro. Una Paiporta que ya nunca más será la misma. 

Poco a poco se va cosiendo la herida pero han sido meses difíciles. Y quedan años. Aun así, estoy convencido de que este trauma colectivo -todavía no digerido- servirá para algo más que para la rabia y la pena. Aunque simplemente sea para saber que supimos resistir el golpe. Que la insignificancia no está reñida con la fortaleza. 

Por mucho que el barranco insista en recordarnos lo contrario.