Vidas que podrían haber sido

Vidas que
podrían haber sido

  

“Hemos convertido la Tierra en un verdadero infierno para la infancia”, dijo Eglantyne Jebb, fundadora de Save the Children, hace un siglo. Y Gaza en un cementerio, ahora.
Vidas que podrían haber sido es una campaña que busca poner rostro a todos esos niños y niñas asesinados en Gaza -y también en Cisjordania y en Israel- y poner palabras a su sufrimiento, a sus miedos, a su dolor… pero también a las ilusiones, las esperanzas y las alegrías de toda esa infancia que todavía resiste bajo las bombas. Sólo en la Franja más de 6.000 niños y niñas ya no ríen ni lloran, víctimas de una guerra que de la que nunca eligieron se parte.
 Cada tres días un escritor publicará un microrelato -imaginario, pero realista- de uno de esos nombres de la interminable lista de los niños y niñas que no llegaron a crecer.
Vidas que podrían haber sido es un intento de que la literatura cubra los huecos que el periodismo no está pudiendo cubrir y nos acerque al dolor de esas familias que lo están perdiendo todo. Solo desde ese dolor compartido, seremos capaces de exigir que se acabe finalmente con esta tragedia.

Borrados

Por Rodrigo Rey Rosa

Ni la niña ni su hermanito que apenas andaba comprendieron lo que ocurría. Consiguieron salir por una ventana del edificio que acaba de recibir el impacto de un misil tierra-tierra. Vieron cómo, ante sus ojos incrédulos, un hermano mayor y su madre fueron borrados para quedar sepultados bajo el ripio del cuarto donde habían estado conversando, cómo se había partido en dos el cuarto junto con su campo de visión. La niña tomó a su hermanito de una mano para apartarlo del agujero que se había formado en el suelo. Todo temblaba todavía. Todo retumbaba en sus pequeños oídos.

Salvaron sus vidas al salir por aquella ventana, pero segundos después de que salieran, el edificio se desplomó. Para siempre llevarían cicatrices de guerra. Ojalá un sueño salve sus almas (o eso que llamamos alma), que una buena estrella salga de esa tormenta y los guíe y los aparte del odio.

Aisha

Por Maruja Salgado

¡Qué feliz te imaginas, Aisha, cuando miras al futuro! Existe tanta carencia, tanto sufrimiento a tu alrededor... Pero tú lo conseguirás; un día serás médica cooperante.
Sí, como la que ayer extrajo de la pierna de tu abuela las esquirlas que se le incrustaron después del bombardeo. De mayor tú serás una más, prestando ayuda a tu pueblo.
Solo tienes 10 años, pero ya sabes muchas cosas; sabes que para ser médica has de estudiar muchísimo, que hace más de una semana tu escuela desapareció en un amasijo de horror, pero no te rindes.
Cada tarde, dejas al grupo de amigas que se reúnen en el pedacito de parque que asoma entre los derrumbes y te retiras a tu rincón.
Allí repasas una y otra vez las últimas lecciones, mientras te ves con tu bata blanca... Mañana, cuando rescaten tu cuerpito de entre los escombros, esa sonrisa que pones al imaginar el futuro, todavía seguirá en tus labios.

Maria Yasser Kamal Al-Masry

Por Moisés Mato López

Alguien dio la orden y la bomba inició su viaje en busca de la muerte.
En ese mismo instante, al otro lado de la frontera, María fue expulsada del vientre de su madre y vio la luz por primera vez.
La bomba no se desvía ni un milímetro de la trayectoria.
El primer espasmo de María en la habitación del hospital inaugura el torrente de lágrimas, risas, caricias, sabores, olores, aprendizajes, fracasos, lecturas, aventuras, emociones, canciones, oraciones, … y amores en lo que se convierte toda vida.
La bomba llegó puntualmente al hospital.
María murió por la explosión.
Su vida duró apenas cinco segundos.
Seis veces menos de lo que has tardado en leer este texto.

El nido en la higuera

Por Ángeles Caso

Malak pudo verlo al fin de cerca. Eran cinco. Cinco huevos suaves. Ella y Rania llevaban semanas vigilando desde el patio del colegio el nido allá arriba, casi en lo más alto de la higuera, y se habían apostado una naranja sobre el número de huevos. Cuatro, decía ella. ¡Cinco, seguro que son cinco!, insistía Rania.

Malak gritó: “¡Rania! ¡Has ganado tú!” Su voz sonó rara, como si la detuviera la niebla que flotaba sobre el patio. Silencio. Malak volvió a mirar el nido. ¿Y la pareja de gorriones? “¡¡¡Rania!!!” Uno de los huevos empezó de pronto a agitarse. Malak vio cómo caía al vacío muy despacio, girando hasta que se estrelló en el patio. La niebla pareció dispersarse. Junto a los pedazos sanguinolentos de cáscara, la trenza de Rania asomaba entre grandes trozos de la pared azul de la escuela, cubriendo amorosamente los cuerpos inmóviles de los gorriones.

Hamsa

Por Toti Martínez de Lezea

Hamsa contempla a su padre y a su madre, a sus dos hermanos, a la abuela; apiñados en un rincón, sucios de polvo, no hablan, no sonríen, no lloran, solo esperan.
Echa una ojeada a su alrededor. En el refugio hay más familias, también compañeros y amigas de la escuela, todos en silencio, las miradas ausentes, esperan.
Cierra los ojos y sonríe, está en la biblioteca, rodeada de libros. Tiene doce años y una vida por delante; es buena estudiante, irá a la Universidad y será escritora de sueños, noches estrelladas y palmeras mecidas al viento, de amores, de entregas, de hijas, de nietos, de esperanzas, de paz...
No escucha el silbido del obús, no ve el miedo en los ojos de sus padres y hermanos, ni se fija en los labios temblorosos de la abuela que ruega por una clemencia que no llega.
Sus sueños quizás los escriban otros.

Fugaz

Por Borja Monreal Gainza

Mian desplegó su sonrisa y emitió un tenue quejido al salir a la luz tras nueve meses de oscuridad. Al abrir los ojos, un intenso destello la deslumbró acompañando los gritos de alivio de su madre. Nunca más vería nada.

Siglo XXII

Por Luis García Montero

Están bombardeando también el siglo XXII.
Miro las imágenes de la muerte, me conmueve el cadáver de Dina, una niña de pecho ensangrentado y zapatos rotos.
Pienso en los hijos que no nacerán. Las palabras tienen ojos, se abrazan como cuerpos, se miran, cumplen años, dicen te quiero, vuelven a abrazarse, viven de día en día, de siglo en siglo, de vientre en vientre.
El negocio demoníaco de la guerra no acaba con la niña de hoy, sino con los ojos de otra niña que podría haber nacido dentro de 20 años, con un te quiero que no se pronunciará dentro de 50 años, con una cena familiar que ya no será posible en 2123.
Malditos los que utilizan el fuego sagrado para quemar la palabra amor, los que confunden la lealtad con el odio, los que matan hoy y rompen la vida que nos esperaba en el siglo XXII.

En su nombre

Por Carlos Piñeyroa Sierra

En su nombre: Salma Ibrahim Bassem Shaaban - 1 día Salma ya en el vientre de su madre sabía de su nombre, sabía de las luces que le despertarían al alba, sabía de la lluvia que le golpearía en la cara en los días nublados, sabía de las infinitas risas, que con sus amigos del patio, soltaría a carcajadas por entre el vecindario, y sabía de las veces que correría detrás de ellos, jugando a esconderse por entre la cocina de su madre. Ahora Salma es (s) Alma porque ya no habrá luces en el alba, la lluvia ya no le mojará la cara, las risas no se escucharán entre las ventanas, y los pucheros no esconderán nada, porque Salma es (s) Alma. Salma ahora ya sabe que su nombre es Alma, porque le arrebataron la s del ser, de la existencia, del saberse, del sentirse, del amarse... Y entre tanta ausencia, maldita s, sólo le queda su alma.

A mi mamá

Por Xavier Caparrós Obiols

Cada noche mi madre y yo nos sentábamos en mi minúscula habitación de Gaza y, mientras mirábamos la luna, nos dábamos el último abrazo del día.
Me llamo Yasmine, tengo 7 años y mi corazón ha dejado de latir para formar parte de la estadística de víctimas de otro conflicto sin sentido.
Mi madre, desde esa habitación que solía llenarse de amor y ahora es testigo de mi ausencia, llora cada noche eternamente y sin consuelo.
Yo la miro, sin comprender como las diferencias de nacionalidades pueden causar tanto dolor en este mundo. Las lágrimas de mi madre se mezclan con la tristeza de otras muchas madres que han perdido a sus hijas en guerras absurdas como esta.
Y yo sigo sin entender por qué nadie hace nada para detener esta locura y salvar a tantos niños en peligro de muerte.

Destrucción in Khan Younis

Ammar

Por Argemino Barro

- Tu segundo nombre es Hussein. Por eso jamás llegarás a nada en política.

- ¿Eso te dijo?

- Y muy convencido.

La enfermera apareció en el umbral y colocó una mano sobre otra en señal de paciencia. El estadista andaba frágil de salud, pero había sido su asistente quien había solicitado un encuentro con el recién elegido dignatario. La sabiduría quema a los ancianos y se la quieren quitar de encima. Con los jóvenes sucede lo contrario: sólo miran al futuro. Por eso Ammar no se dejaba embriagar por los suaves recuerdos que a veces afloraban en campaña. La palmera y la playa de arena amarilla, sus amigos saltando al mar desde el espigón, la lejana Gaza.

La enfermera dio un suspiro. Un celador entró para empujar la silla de ruedas del estadista.

- Mister President.

- Mister Speaker. Good luck.

Muhammad Ammar Bashir Shalat, 7 años.

Rawda

Por Iria Marañón

El día que Rawda cumplió doce años, una gatita atigrada gris asomaba su hociquito por la rendija de una alcantarilla de la calle, la cogió y la metió en su bolsillo.

Rawda ya no escuchaba los ruidos, los gritos, las bombas, solo el maullido susurrado; solo la suavidad de su pelaje entre los dedos. Todas las personas deberían poder disfrutar de esto, pensó, les haría felices y pacíficas.

En ese momento la gatita se deslizó por la ventana y subió a la azotea.

Rawda fue detrás y, cuando casi la tenía entre sus manos, una bala atravesó las sábanas tendidas y le impactó directamente en la cabeza.

En el instante en el que Rawda caía al suelo, relumbró el sol en la cerrada noche y, empezó a deshacerse el nudo de su garganta, por primera vez, desde que su madre y su hermana Jana habían sido asesinadas.

Al otro lado

por Sara Coca

Antes de las bombas jugábamos en la calle.
Después nos atrincheramos en casa e inventamos otros lugares donde ser niños.
Nos gusta jugar en los parques.
Subimos a los columpios y nos balanceamos para darle la vuelta al mundo.
Es difícil acostumbrarse a esta libertad infinita.
También extrañamos a nuestras familias.
Desde que estamos aquí, ni nos ven ni nos oyen, pero tampoco los disparos llegan.

Susurros

Por Pía Barros

Late en la manita cerrada que lleva junto al pecho, mientras corre entre polvo y humo.
A ratos tropieza, los bombardeos lo aturden y solo tiene la piel de su palma para sentir que aún está.
Cuando el ruido se aquieta, el niño musita deseos inaudibles y entre lágrimas, abre la mano para que el colibrí sí pueda salir de esos muros y escape lejos de esta guerra.

Soledad

Por Javier Solana Álvarez

En el otro extremo de la mesa, a su hijo le estalló una carcajada que desmenuzó el ghraybeh que se estaba metiendo en la boca.
Hamza Mohammed buscó los ojos de su padre por encima de la algazara pero estaban empeñados en avivar aquella carcajada así que descansó su mirada sobre las migas del ghraybeh y saboreó el recuerdo a solas.

Polvo de estrellas

por Rosa Montero

Puedo volar. Qué bien me siento. Vuelo sin alas y sin peso sobre un laberinto de cascotes. Allá abajo veo a mi hermano Mahmoud y a mi madre Khuloud. Están quietos, muy quietos.
Pero, espera, más allá me veo a mí. Esa niña de siete años cubierta de polvo y sangre soy yo, Sham. Así que, si yo vuelo, me imagino que ellos también deben de andar por ahí. Cada vez me elevo más, cada vez queda más lejos el refugio bombardeado.
Me expando, me fundo con el latido del Universo, un cometa atraviesa mi ombligo. Estoy a punto de volver a ser polvo de estrellas. Los últimos átomos de quien fui resplandecen. Todo lo veo, lo entiendo todo. Y sé que, si los humanos pudieran ver la vida desde aquí, si comprendieran como yo ahora comprendo su belleza, no existirían las guerras.

Sham, 8 años

por Borja Monreal Gainza

El trazo armónico de cada letra le había obsesionado desde el primer día en que le pusieron un lápiz entre los dedos. La sencillez vertical del “alif” ( ا), la rebuscada complejidad del “shiin” ( ش), la elegancia redondeada del “taa” (ر).
Por eso se ilusionó tanto cuando su padre le pidió que les escribiera sus nombres en las piernas.
Al terminar, cogió el rotulador rosa y se pintó el suyo con esmero en la espinilla: “Sham” (شام). Así supo su hermana que el cuerpo que yacía bajo los escombros era la misma persona a la que unos días atrás le había regalado su caja nueva de rotuladores.

Maria Yasser Kamal Al-Masry

por Nuria Tesón

Mishmish. Tengo nombre de fruta. A la abuela le gusta contarlo cada vez que la familia se reúne en torno a una maqluba. “Tenías la cara redondita y suave, dorada como un albaricoque.
¿Y los carrillos? ¡Colorados como los albérchigos!”. Y yo me pongo aún más colorado, con mis 12, que cuando era ese bebé rechoncho, pero ella no se detiene. “Daban ganas de comérselo a bocados”, mamá me mira de reojo y luego a la abuela. Mis primos estallan en sonoras carcajadas. “!Te como!”, me dice.
Huyo al jardín. Sueño que al otro lado, donde empiezan los campos de cultivo, no hay frontera; sueño que pedaleo entre los naranjos y al llegar al otro lado no hay valla y tengo el paso franco a Ashkelon, la tierra de la que mi abuela siempre me habla. Llevo la llave de su casa en mi bolsillo. La reconoceré por el árbol de albaricoques que hay en la entrada. Allí, me cuenta siempre, podré jugar al fútbol con los nietos de sus hermanas y refrescarme en el pozo bajo el árbol antes de llenar un cesto de fruta y regresar a Gaza. "Ya Mishmish, Albaricoque", me llamará al sentir mi llegada.
Y yo sonreiré y dejaré que me coja la cara con las manos y me bese la frente. Y le diré que todos están bien en casa y que las tías abuelas le mandan recuerdos... y albérchigos.